"Periodismo, el mejor oficio del mundo"
Por: Gabriel Garcia MárquezA una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo, y la respuesta fue determinante: “Los periodistas no son artistas”. Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario.
Lo malo es que los estudiantes y muchos de los maestros no lo saben, o no lo creen. Tal vez a eso se debe que sean tan imprecisas las razones que la mayoría de los estudiantes han dado para explicar su decisión de estudiar periodismo. Uno dijo: “Tomé Comunicaciones porque sentía que los medios ocultaban más que lo que mostraban”. Otro: “Desde pequeño me gustaba oír historias y leer”. Y otro: “Porque es el mejor camino para la política”. Sólo uno atribuyó su preferencia a que su pasión por informar superaba su interés por ser informado.
Hace unos cincuenta años, cuando la prensa colombiana estaba a la vanguardia en América Latina, no había escuelas de periodismo. El oficio se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Pues los periodistas andaban siempre juntos, hacían vida común, y eran tan fanáticos del oficio que no hablaban de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulantes y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de lo mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran.
Los únicos medios de información eran los periódicos y la radio. Esta tardó en pisarles los talones a la prensa, pero cuando lo hizo, fue con una personalidad propia, avasallante y un poco atolondrada, que en poco tiempo se apoderó de su audiencia. Se anunciaba ya la televisión como un genio mágico que estaba a punto de llegar y no llegaba, y cuyo imperio de hoy era difícil de imaginar. Las llamadas de larga distancia, cuando se lograban, eran sólo a través de operadoras. Antes que se inventaran el teletipo y el telex, los únicos contactos con el resto del país y el exterior eran los correos y el telégrafo. Que, por cierto, llegaban siempre.
Un operador de radio con vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del mundo entre silbidos siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas con pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esqueleto de un dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba vedada, porque era un dominio sagrado del director. Cuyos editoriales se presumían escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre con caligrafías célebres por lo enmarañadas. Directores históricos, como don Luis Cano en el Espectador, o columnistas muy leídos, como Enrique Santos Montejo (Calibán), en El Tiempo, tenían linotipistas personales para descifrarlas. La sección más delicada y de gran prestigio era la Editorial, en un tiempo en que la política era el centro de gravedad del oficio y su mayor área de influencia.
El periodismo se aprende haciéndolo
El periodismo cabía en tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La entrevista no era un género muy usual, ni tenía vida propia. Se usaba más bien como materia prima para las crónicas y los reportajes. Tanto era así, que en Colombia todavía suele decirse reportaje por entrevista. El cargo más desvalido era el de reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. Desde ahí había que subir por una escalera de buen servicio y trabajos forzados de muchos años hasta el puente de mando. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario.
El ingreso a la cofradía no tenía ninguna condición distinta que el deseo de ser periodista, pero hasta los hijos de los dueños de periódicos familiares -que eran la mayoría- tenían que probar aptitudes en la práctica. Un lema lo decía todo: El periodismo se aprende haciéndolo. A los periódicos llegaban estudiantes fracasados en otras materias o en busca de empleo para coronar la carrera, o profesionales de cualquier cosa que habían descubierto tarde su verdadera vocación. Se necesitaba tener el alma bien templada, porque los recién llegados pasaban por unos ritos de iniciación semejantes a los de la marina de guerra: burlas crueles, trampas para probar la malicia, reescritura obligada de un mismo texto en las agonías de la última hora; la creatividad gloriosa de la mamadera de gallo. Era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto.
La experiencia había demostrado que todo era fácil de aprender sobre la marcha para quien tuviera el sentido, la sensibilidad y el aguante del periodista. La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era vicio profesional. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fueron de sobra para poner muy en alto el mejor oficio del mundo, como ellos mismo lo llamaban. Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces presidente de la república, no era siquiera bachiller.
Algo ha cambiado desde entonces. En Colombia andan sueltas unas veinticinco mil credenciales de periodismo, pero la inmensa mayoría no las tienen periodistas en ejercicio, sino que sirven de salvoconductos para toda clase de privilegios. Sin embargo, numerosos periodistas de verdad, y entre ellos algunos de los notables, no tienen, ni quieren, ni necesitan la credencial. Estas tarjetas se crearon por la misma época en que se fundaron las primeras facultades de Ciencias de la Comunicación, como reacción, precisamente, contra el hecho cumplido de que el periodista carecía de respaldo académico. La mayoría de los profesionales no tenían ningún diploma, o lo tenían de cualquier oficio, menos del que ejercían.
Alumnos y maestros, periodistas, gerentes y administradores entrevistados para estas reflexiones, dejan ver que el papel de la academia es descorazonador. “Se nota apatía por el pensamiento teórico y la formulación conceptual”, ha dicho un grupo de estudiantes que adelantan su tesis de grado. “Parte de esta situación es responsabilidad de los docentes, por la imposición del texto como algo obligatorio, la fragmentación de libros con el abuso de las fotocopias de capítulos, y ningún aporte propio”. Y concluyeron, por fortuna, con más humor que amargura: “Somos los profesionales de la fotocopia”.
Las mismas universidades reconocen deficiencias flagrantes en la formación académica, y sobre todo en humanidades. Los estudiantes llegan del bachillerato sin saber redactar, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Muchos salen como llegaron. “Están presos en el facilismo y la irreflexión”, ha dicho un maestro. “Cuando se les propone revisar y replantear un artículo elaborado por ellos mismos, se resisten a volver sobre él”. Se piensa que el único interés de los alumnos es el del oficio como fin en sí, desvinculado de la realidad y de sus problemas vitales, y que prima un afán de protagonismo sobre la necesidad de investigación y de servicio. “El estatus alto lo tienen como objetivo principal de la vida profesional”, concluye un maestro universitario.
“No les interesa ser ellos mismos, enriquecerse espiritualmente con el ejercicio profesional, sino aprobar una carrera para cambiar de posición social”.
La mayoría de los alumnos encuestados se sienten defraudados por la escuela, y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida. Una excelente profesional, varias veces premiada, fue aún más explícita: “Ante todo, en el momento de terminar el bachillerato, uno debe haber tenido la oportunidad de explorar muchos campos y en ellos debe saber qué le inquieta. Pero en la realidad ésto no es así: Uno tiene que repetir muy bien, y sin alterarlo, lo que la escuela le ha dado, para poder pasar”.
Hay quienes piensan que la masificación ha pervertido la educación, que las escuelas han tenido que seguir la línea viciada de lo informativo en vez de lo formativo, y que los talentos de ahora son esfuerzos individuales y dispersos que luchan contra las academias. Se piensa también que son escasos los profesores que trabajan con un énfasis en aptitudes y vocaciones. “Es difícil, porque comúnmente la docencia lleva a la repetidera de la repetición”, ha replicado un maestro. “Es preferible la inexperiencia simple al sedentarismo de un profesor que lleva veinte años con el mismo curso”.
El resultado es triste: los muchachos que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, sólo se hacen periodistas cuando tienen la oportunidad de reaprenderlo todo en la práctica dentro del medio mismo. Algunos se precian de que son capaces de leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estas transgresiones éticas obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo: el síndrome de la chiva. No los conmueve el fundamento de que la buena primicia no es la que se da primero, sino la que se da mejor. En el extremo opuesto están los que asumen el empleo como una poltrona burocrática, apabullados por una tecnología sin corazón que apenas si los toma en cuenta a ellos mismos.
Un fantasma recorre el mundo: la grabadora
Antes que se inventara la grabadora, el oficio se hacía bien con tres instrumentos indispensables que en realidad eran uno sólo: la libreta de notas, una ética a toda prueba y un par de oídos que los reporteros usaban todavía para oír lo que se les decía. Las primeras grabadoras pesaban más que las máquinas de escribir, y grababan en bobinas de alambre magnético que se embrollaban como hilo de coser. Pasó algún tiempo antes que los periodistas las usaran para ayudar a la memoria, y más aún para que algunos les encomendaran la grave responsabilidad de pensar por ellos. En realidad, el manejo profesional y ético de la grabadora está por inventar. Alguien tendría que enseñarles a los periodistas que no es un sustituto de la memoria, sino una evolución de la humilde libreta de apuntes que tan buenos servicios prestó en los orígenes del oficio. La grabadora oye pero no escucha, graba pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su moral.
Para la radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la inmediatez, pero muchos entrevistadores no escuchan las respuestas por pensar en la pregunta siguiente. Para los redactores de periódicos la trascripción es la prueba de fuego: confunden el sonido de las palabras, tropiezan con la semántica, naufragan en la ortografía y mueren por el infarto de la sintaxis. Tal vez la solución sea que se vuelva a la pobre libretita de notas para que el periodista vaya editando con su inteligencia a medida que graba mientras escucha.
La grabadora es la culpable de la magnificación viciosa de la entrevista. La radio y la televisión, por su naturaleza misma, la convirtieron en el género supremo, pero también la prensa escrita parece compartir la idea equivocada de que la voz de la verdad no es tanto la del periodista como la de su entrevistado. La entrevista de prensa fue siempre un diálogo del periodista con alguien que tenía algo que decir y pensar sobre un hecho. El reportaje fue la reconstrucción minuciosa y verídica del hecho. Es decir, la noticia completa, tal como sucedió en la realidad, para que el lector la conociera como si hubiera estado allí. Son géneros afines y complementarios, y no tiene por qué excluirse el uno al otro. Sin embargo, el poder informativo y totalizador del reportaje sólo es superado por la célula primaria y magistral del oficio, la única capaz de decir en el instante de un relámpago todo cuanto se sabe de la noticia: el flash...
De modo que un problema actual en la práctica y en la enseñanza del oficio no es confundir o eliminar los géneros históricos, sino devolverles a cada uno su sitio y su valor en cada medio por separado. Y tener siempre presente algo que parece olvidado, y es que la investigación no es una especialidad del oficio, sino que todo el periodismo tiene que ser investigativo por definición.
Un avance importante de este medio siglo es que ahora se comenta y se opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial con datos informativos. Cuando no se admitían estas licencias, la noticia era una nota escueta y eficaz, heredada de los telegramas prehistóricos. Ahora, en cambio, se ha impuesto el formato de los despachos de agencias internacionales, que facilita abusos difíciles de probar. El empleo desaforado de “en declaraciones falsas o ciertas” permite equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de “fuentes que merecen entero crédito”, de “personas generalmente bien informadas” o de “altos funcionarios que pidieron no revelar sus nombres”, o de observadores que todo lo saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes, porque el autor se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente. En los Estados Unidos -por no ir más cerca- prosperan fechorías como ésta: “Persiste la creencia de que el Ministro despojó de sus joyas el cadáver de la víctima, pero la policía lo negó”. No había más que decir: el daño estaba hecho. El culpable se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente, sin preguntarse si él mismo no es un instrumento fácil de esa fuente que le transmitió la información como quiso y arreglada como más le convino. De todos modos, es un consuelo suponer que muchas de estas transgresiones éticas, y otras tantas que avergüenzan al periodismo de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio profesional.
La explotación del hombre por el módulo
El problema parece ser que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos, y los periodistas se quedaron buscando el camino a tientas en el laberinto de la tecnología disparada sin control hacia el futuro. Las universidades debieron creer que las fallas eran académicas, y fundaron escuelas que ya no son sólo para la prensa escrita -con razón- sino para todos los medios. En la generalización se llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio en sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. Lo cual, para los periodistas empíricos de antaño, debe ser como encontrarse al papá vestido de astronauta bajo la ducha.
En universidades de Colombia hay 14 pregrados y dos posgrados en Ciencias de la Comunicación. Esto confirma una preocupación creciente de alto vuelo, pero también deja la impresión de un pantano académico que satisface muchas de las necesidades actuales de la enseñanza, pero no las que son propias del periodismo. Y menos las dos más importantes: la creatividad y la práctica.
Los perfiles profesionales y de ocupación que se ofrecen a los aspirantes están idealizados en el papel. Los ímpetus teóricos que les infunden sus maestros se desinflan al primer tropiezo con la realidad, y las ínfulas del diploma no los ponen a salvo del desastre. Pues la verdad es que deberían salir preparados para dominar las nuevas técnicas, y salen al revés: llevados a rastras por ellas, y agobiados por presiones ajenas a sus sueños. Encuentran tantos intereses de toda índole atravesados en el camino, que no les queda tiempo ni ánimos para pensar, y menos para seguir aprendiendo.
Dentro de la lógica académica, la misma prueba de selección que se hace a un aspirante a Ingeniería o a Medicina Veterinaria, es la que algunas universidades exigen para un programa de comunicación social. Sin embargo, un egresado con éxito de su carrera ha dicho sin reservas: “Aprendí periodismo cuando empecé a trabajar. Claro que la universidad me dio la oportunidad de escribir las primeras cartillas, pero la metodología la aprendí en la marcha”. Es normal, mientras no se admita que el sustento vital del periodismo es la creatividad, y por valoración semejante a la de los artistas.
Otro punto crítico es que el esplendor tecnológico de las empresas no se corresponde con las condiciones de trabajo, y menos aun con los mecanismos de participación que fortalecían el espíritu en el pasado. La redacción es un laboratorio aséptico para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores. La deshumanización es galopante. La carrera, que siempre estuvo bien definida y demarcada, hoy no se sabe dónde empieza, dónde termina ni para dónde va.
La ansiedad de que el periodismo recupere su prestigio de antaño se advierte en todas partes. Quienes más lo necesitan son los dueños de los medios, sus mayores beneficiarios, que sienten el descrédito donde más les duele. Las facultades de comunicación son el blanco de críticas ácidas, y no siempre sin razón. Tal vez el origen de su infortunio es que enseñan muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del oficio mismo. Tal vez deberían insistir en sus programas humanísticos, aunque menos ambiciosos y perentorios, para garantizar la base cultural que los alumnos no llevan del bachillerato. Deberían reforzar la atención en las aptitudes y las vocaciones, y tal vez fragmentarse en especialidades separadas para cada uno de los medios, que ya no es posible dominar en su totalidad y a lo largo de una sola vida. Los posgrados para fugitivos de otras profesiones también parecen muy convenientes por la variedad de secciones especiales que ha ganado el oficio con las nuevas tecnologías, y lo mucho que ha cambiado el país desde que don Manuel del Socorro Rodríguez imprimió la primera hoja de noticias hace más de doscientos años.
El objetivo final, sin embargo, no deberían ser los diplomas y las credenciales, sino el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históricas y en su marco original de servicio público. Los medios, por su propio bien, tendrían que contribuir a fondo, como lo están haciendo en Europa con ensayos semejantes. Ya sea en sus salas de redacción o sus talleres, o con escenarios construidos a propósito, como los simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo para que los estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se los encuentren de verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a morir en eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, y no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.
* El texto es un capítulo del Informe rendido en 1995 por la “Comisión de Sabios”, de la que hizo parte el Nobel de Literatura, y que había sido nombrada por el Gobierno Nacional para hacer un diagnóstico y entregar recomendaciones sobre la situación de la educación en Colombia.
viernes, 8 de junio de 2007
Periodismo, el mejor oficio del mundo
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